Lo más hechizante del valle de Amblés (Ávila), no es el páramo yermo de castilla, ni la piedra viva a cada paso. Salvo la catedral y la muralla, no hay grandes monumentos, los pueblos se apearon de la historia hace cuarenta años y los arroyos ya no son cristalinos. No, lo extraordinario, es la ausencia de ruido, es el silencio de un llano desmedido donde el eco no tiene paredes donde rebotar.

Allí, sentado a la vereda de un camino, es fácil abandonarse y meditar… No es extraño que  un centenar de órdenes religiosas decidieran asentarse en esas tierras o que el misticismo mane sobrenatural de las cruces que marcan las intersecciones de los caminos.

Desde mi punto de vista, esta reflexión sobre la naturaleza del hombre sólo puede darse en puntos muy concretos del globo o…con una copa en la mano.

Para hospedarse, en alguna de las múltiples casas rurales de los pueblecitos del valle.

Para comer… algo austero: patatas revolconas y cabrito asado en el asador de Ávila o previo encargo ir a degustar productos de la “olla” y una tortilla de patata cruda –se echan las patatas a la vez que el huevo y se cuaja en varias horas- en La venta de la Colilla, ambos restaurantes a pocos kilómetros de Ávila en la N-110 (carretera de Plasencia).

Por cierto, si viajáis hasta allí (desde Madrid está a cincuenta minutos) llevad ropa de abrigo, en cualquier época del año, en estas tierras, la brisa del mediodía no es fría pero mata a un cristiano.

Foto de Alfonso Pulido
 

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